Mónica, de Daniel Clowes (Fulgencio Pimentel) Traducción de César Sánchez y Alberto García Marcos | por Óscar Brox

Daniel Clowes | Mónica

Primeras cuatro páginas del cómic. El origen del mundo. La formación de la tierra, los dinosaurios antes de su extinción, Jesucristo, el tiempo de las plagas, la revolución industrial, Hitler, Little Richard, la carrera espacial, el asesinato de Kennedy o un retrato de esa institución degradada y desestructurada a la que llamamos familia. Ahí acaba todo para Daniel Clowes. Apoteosis y vacío. Acto seguido, una primera historia de una de tantas heridas presentes en el inconsciente estadounidense: Vietnam. Mejor dicho, Vietnam visto a través del diálogo desesperado entre dos soldados. Vietnam como la nada, como receptáculo de todo ese horror y toda esa mediocridad que una nación convirtió en guerra para tener así un motivo para avanzar.

En Mónica se suceden unas cuantas historias. Algunas podrían ser, casi, cápsulas que desvían momentáneamente el hilo del relato para añadir un matiz, otra voz, quizá otro punto de vista. La estructura del cómic no puede ser más ambiciosa, con sus idas y venidas espaciotemporales, y al mismo tiempo más transparente. Cómo explicarlo, qué capacidad la de Clowes para dibujar de todas las maneras imaginables esa desesperación contagiosa que describe todo lo que narra. Vietnam, la América del sueño hippie, las pesadillas del capitalismo tardío y el ensimismamiento de un país resentido con su propia mediocridad. La historia es sencilla: tenemos a Mónica, algo así como la protagonista central, a través de una vida marcada por un padre desconocido y una madre ausente. A esta última, precisamente, la conocemos casi al comienzo. El capítulo es devastador, tanto como la mirada sombría de un Clowes que con poco dibuja esa combinación apagada de sexo, amor, necesidad, resignación, soledad, dependencia y abandono. Las viñetas no se atiborran en la hoja, tampoco el texto, pero uno tiene la sensación de que su autor ha dado con ese punto justo en el que convierte cada tramo del episodio en algo denso de leer. Paradójico, si tenemos en cuenta que en Mónica no hay subrayados ni explicaciones de más, cada dibujo es de una precisión total, la historia se reduce al tuétano. Cada personaje, en crudo, frente a sus debilidades, a sus miserias, a todo aquello de lo que no puede escapar y que acepta porque forma parte de sí mismo.

Clowes nos hace conscientes de esa mezcla de asco y de conmiseración hacia sus personajes. En primer lugar, porque la mayoría están perdidos en su propio laberinto de deseos. La madre pasa de un hombre a otro como quien recurre a la salida de emergencia de un edificio; Johnny regresa de Vietnam sin otro compromiso que el de vivir con el rencor hacia un país que lo envió a la muerte; Krug representa el punto intermedio en el que el hedonismo liberador hippie se dio cuenta de que en verdad era otro de tantos disfraces para tragar con el cinismo ultraliberal del último cuarto de siglo. Y Mónica, en fin, bastante tiene con aceptar que, después de todo, fue un bebé no deseado. 

La cuestión es que Clowes refleja todo ese arco de mediocridad con una sensibilidad tal que en ningún momento permite que un sentimiento se imponga al otro, que anticipes el desenlace o el alcance de la tragedia, que no experimentes las infinitas variantes del sabor amargo que es capaz de trasladar a cada una de sus viñetas. Eso y la habilidad para saltar entre registros, del naturalismo de buena parte del relato al fantástico, de la comedia amarga a ese drama otoñal que pinta en los últimos compases. Por no hablar de esos arrebatos, puro shock estético, con los que consigue a través del color desfigurar la realidad, la trama de lo cotidiano, y situarnos prácticamente en ese otro territorio, el inconsciente o la vida interior, para plasmar toda esa maraña de pensamientos y frustraciones que hacen de la soledad de sus personajes algo, definitivamente, más terrorífico que esas imágenes delirantes y grotescas con las que, de vez en cuando, salpica sus páginas. 

Mónica narra un desmoronamiento; o, sería mejor decir, varios. El de su protagonista, desgastada por una vida que nunca ha sabido cómo vivir del todo (da lo mismo si es con dinero o sin, atrapada entre las paredes de una secta o asfixiada por una vida interior demasiado mediocre); el de la familia representada como una institución degradada que es, antes que otra cosa, vehículo para la infelicidad; o el de unos Estados Unidos perdidos entre la lisergia, el terror o el aburrimiento de unas vidas hechas de casas prefabricadas, equipajes emocionales dañados y figuras de autoridad tan demenciales como el líder de una secta o el Tío Sam enviando a sus hijos a morir al extranjero. Y, sin embargo, hay algo en su infinita desazón que hace del cómic de Clowes algo muy humano. Diría que es su forma de retrasar el golpe, el terror ante la nada, la ausencia de motivo o justificación para juzgar la vida vivida. Esas pocas viñetas en las que todavía hay lugar para algo de conmiseración, de lealtad hacia un personaje cuya historia termina siendo un drama, una tragedia o, ya puestos, una película de terror. Fuego, cenizas, partículas, la explosión final. La nada. 


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